¿Alguna vez os ha sucedido? En medio de la corriente de actividad cotidiana, en el torrente de pensamientos, parar un momento y sentir: ¿Qué significado tiene todo esto? No lo que tengo delante, sino lo que estoy viviendo. Mi vida, una sucesión de actividades aparentemente aleatorias... ¿Tiene una razón? Si esto es así, bienvenidos a la condición humana. Quiere el destino que el ser humano no sólo viva, sino que busque un sentido a su vida. Un hilo que una como una sucesión de perlas los acontecimientos de nuestra vida, dándoles una visión de conjunto, de forma que cada pequeño gesto tenga un marco que le dé coherencia, cada paso una dirección que lo guíe, cada fragmento de nuestra vida una totalidad a la cual pertenezca.El hombre neurótico del siglo XXI vive fragmentado en pequeñas metas placenteras mientras ahorra para disfrutar de su jubilación. Duerme el sueño del consumo en un recodo del camino de la autorrealización. Y claro está, sufre, porque no se encuentra a sí mismo en su mundo confortable y sobre estimulado. Conecta la tele en busca de una nueva quimera y se dice que tal vez mañana se ponga en marcha.
¿Cuándo nuestra vida dejó de ser una aventura? Quizás tengamos que retroceder mucho para contestar. Aventurarse es arriesgarse en terreno incierto. Se dice que en el mundo de hoy ya no es posible la aventura porque todo está descubierto. Cuando Copérnico demostró a sus contemporáneos que su mundo no era el centro del uníverso, fue como si diese el pistoletazo de salida para una carrera hacia el descubrimiento.
El hombre de la Edad Media, psicológicamente instalado en el centro de universo, no tenía necesidad de buscar más allá de sí mismo. El mundo era un misterio donde la magia era posible. El hombre del renacimiento, en busca de ese centro externo, inicia una carrera hacia ninguna parte dejando en su camino una civilización inquieta.
Cuatro siglos después el mundo se había terminado, las expediciones más audaces llegaban a los confines de la Tierra a poner sus banderas. Y justo en ese momento, a caballo entre el siglo XIX y el XX, Sigmund Freud sacude de nuevo las conciencias y cual Copérnico revivido nos dice que, no sólo nuestro mundo no es el centro del universo, sino que nosotros mismos no somos el centro de nosotros mismos. En nuestro centro hay una zona en sombras, pero intensamente activa, que es la que en realidad manda sobre nuestras acciones. El inconsciente, como un continente inexplorado se ofrece al aventurero de la consciencia. Como América, siempre estuvo ahí pero alguien tenía que mostrar el camino. Freud concibió el inconsciente como el producto de la represión de nuestros instintos e ideó un método para hacer conscientes nuestras verdaderas motivaciones. Señalar la fuente de nuestros conflictos no fue suficiente, si tenemos en cuenta que durante el siglo XX los seres humanos fueron dominados por las pasiones más crueles y destructivas, dejando pequeñas las atrocidades del resto de historia. Sin embargo, una vez señalado el camino ya no se puede ignorar, sólo explorarlo.
Poco tiempo después, Carl Gustav Jung, más familiarizado con lo esotérico, amplió la visión de Freud. Para Jung el inconsciente personal deriva en gran medida del inconsciente colectivo, un mundo de imágenes suprapersonal e intemporal, formado por reliquias de funciones de percepción y adaptación filogenéticos de la especie humana. El corazón del aventurero se conmueve, el nuevo mundo no sólo ofrece el conocimiento de uno mismo, en nosotros se actualiza la herencia de toda la humanidad. Cada imagen del inconsciente colectivo, llamada arquetipo, funciona como un modelo o estructura de comportamiento, como las ideas en Platón. Esta imagen eterna primitiva, funciona como una señal o estímulo que activa en nosotros mecanismos heredados en nuestro sistema nervioso central, que a su vez, desencadenan comportamientos o emociones que volcamos en nuestro entorno.
No nos podemos extrañar si una hoguera en el campo o un fuego en el hogar nos fascina, si tenemos en cuenta que, durante miles de años, el fuego ha sido para el hombre salvación y seguridad ante sus depredadores. Cuántas noches ha pasado la humanidad protegida por el fuego y escuchando los ruidos amenazantes de la naturaleza. Cuántas veces el tener fuego o no ha sido la diferencia entre vivir o morir. El Sol y la Luna hace muy poco que son astros, cuerpos celestes despersonalizados. En nuestra herencia humana son dioses dotados de magia y de poderes, fuerzas activas que nos conmueven. Mira la Luna en un lugar silencioso, su magnetismo te atrapa como atrapó a miles de nuestros antepasados, esa emoción nos conecta con nuestra herencia humana.
¿Cuándo nuestra vida dejó de ser una aventura? Quizás tengamos que retroceder mucho para contestar. Aventurarse es arriesgarse en terreno incierto. Se dice que en el mundo de hoy ya no es posible la aventura porque todo está descubierto. Cuando Copérnico demostró a sus contemporáneos que su mundo no era el centro del uníverso, fue como si diese el pistoletazo de salida para una carrera hacia el descubrimiento.
El hombre de la Edad Media, psicológicamente instalado en el centro de universo, no tenía necesidad de buscar más allá de sí mismo. El mundo era un misterio donde la magia era posible. El hombre del renacimiento, en busca de ese centro externo, inicia una carrera hacia ninguna parte dejando en su camino una civilización inquieta.
Cuatro siglos después el mundo se había terminado, las expediciones más audaces llegaban a los confines de la Tierra a poner sus banderas. Y justo en ese momento, a caballo entre el siglo XIX y el XX, Sigmund Freud sacude de nuevo las conciencias y cual Copérnico revivido nos dice que, no sólo nuestro mundo no es el centro del universo, sino que nosotros mismos no somos el centro de nosotros mismos. En nuestro centro hay una zona en sombras, pero intensamente activa, que es la que en realidad manda sobre nuestras acciones. El inconsciente, como un continente inexplorado se ofrece al aventurero de la consciencia. Como América, siempre estuvo ahí pero alguien tenía que mostrar el camino. Freud concibió el inconsciente como el producto de la represión de nuestros instintos e ideó un método para hacer conscientes nuestras verdaderas motivaciones. Señalar la fuente de nuestros conflictos no fue suficiente, si tenemos en cuenta que durante el siglo XX los seres humanos fueron dominados por las pasiones más crueles y destructivas, dejando pequeñas las atrocidades del resto de historia. Sin embargo, una vez señalado el camino ya no se puede ignorar, sólo explorarlo.
Poco tiempo después, Carl Gustav Jung, más familiarizado con lo esotérico, amplió la visión de Freud. Para Jung el inconsciente personal deriva en gran medida del inconsciente colectivo, un mundo de imágenes suprapersonal e intemporal, formado por reliquias de funciones de percepción y adaptación filogenéticos de la especie humana. El corazón del aventurero se conmueve, el nuevo mundo no sólo ofrece el conocimiento de uno mismo, en nosotros se actualiza la herencia de toda la humanidad. Cada imagen del inconsciente colectivo, llamada arquetipo, funciona como un modelo o estructura de comportamiento, como las ideas en Platón. Esta imagen eterna primitiva, funciona como una señal o estímulo que activa en nosotros mecanismos heredados en nuestro sistema nervioso central, que a su vez, desencadenan comportamientos o emociones que volcamos en nuestro entorno.
No nos podemos extrañar si una hoguera en el campo o un fuego en el hogar nos fascina, si tenemos en cuenta que, durante miles de años, el fuego ha sido para el hombre salvación y seguridad ante sus depredadores. Cuántas noches ha pasado la humanidad protegida por el fuego y escuchando los ruidos amenazantes de la naturaleza. Cuántas veces el tener fuego o no ha sido la diferencia entre vivir o morir. El Sol y la Luna hace muy poco que son astros, cuerpos celestes despersonalizados. En nuestra herencia humana son dioses dotados de magia y de poderes, fuerzas activas que nos conmueven. Mira la Luna en un lugar silencioso, su magnetismo te atrapa como atrapó a miles de nuestros antepasados, esa emoción nos conecta con nuestra herencia humana.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario