Juego De Tronos De George R. R. Martin
Por Javier Munguía | Reseñas | 17.03.12
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Nieta de la épica antigua (Epopeya de Gilgamesh; la Ilíada y la Odisea, de Homero; Las Argonáuticas, de Apolonio de Rodas; la Eneida, de Virgilio; el Ramayana) e hija de la épica medieval (Beowulf, Cantar de los Nibelungos, Cantar de Roldán, Cantar del Mío Cid),
la épica fantástica contemporánea nos narra las aventuras de héroes y
villanos librando la interminable batalla entre el bien y el mal en
mundos medievales, aderezado de reyes, caballeros, castillos, hechicería
y creaturas mitológicas como dragones, unicornios, gigantes y gnomos.
Esta nueva épica, que tiene como máxima referencia la trilogía El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, cuenta entre sus exponentes destacados a Historias de Terramar, de Ursula Le Guin; Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis; La historia interminable, de Michael Ende; Harry Potter, de J. K. Rowling; Mundo de tinta, de Cornelia Funke; Memorias de Idhún, de Laura Gallego; y Canción de hielo y fuego, de George R. R. Martin, cuyo poderoso primer tomo, Juego de tronos, me ocupa ahora.
A juzgar por su primera entrega, no es
casual el éxito apabullante de esta saga. Millones de ejemplares
vendidos, traducciones a treinta idiomas, la aprobación prácticamente
unánime de críticos y lectores, y una exitosa adaptación televisiva dan
cuenta de su amplia aceptación. Se trata, sin duda, de una obra mayor,
de gran ambición, que merece un lugar de privilegio no solo entre sus
semejantes, sino entre la mejor literatura a secas.
Al norte de los Siete Reinos, en la fría
población de Invernalia, Eddard Stark y los suyos (su mujer, dos hijas y
tres hijos legítimos, un hijo bastardo y decenas de subordinados)
llevan una vida apacible, a la espera de un invierno cruel que siempre
está por llegar y que ya lleva siete años sin presentarse. La calma
tocará a su fin muy pronto: el rey Robert Baratheon viaja a Invernalia
con toda su corte desde el cálido sur para pedir a su gran amigo Ned
(Eddard) que acepte ser su mano derecha, con lo cual el norteño tomaría
las riendas de los Siete Reinos. El primer impulso de Ned es rechazar el
ofrecimiento: detesta las intrigas palaciegas y ama la vida que lleva
en Invernalia. Pero, además de que un no sería una grave ofensa para su
amigo, lo convence la posibilidad de investigar si el cuñado de su
mujer, Jon Arryn, anterior mano derecha del rey, murió de una fiebre
severa o fue asesinado por los Lannister, familia política de Robert.
Así comienza la aventura de Ned, que lo llevará a enfrentarse a la
telaraña de mentiras, traiciones, embrollos y hambre de poder
palaciegos, y de la cual difícilmente saldrá indemne.
A diferencia de otras novelas de épica fantástica, en Juego de tronos la perspectiva dominante no es la del héroe principal: aunque el narrador siempre es el mismo, uno en tercera persona, el foco rota de capítulo a capítulo. Si no me olvido de alguna, son ocho las perspectivas consignadas que se van alternando en un orden no estricto, sino flexible: la de Ned; la de su esposa Catelyn; las de sus hijos Bran, Arya, Sansa y Jon; la de Tyrion, el hijo enano y taimado de los Lannister, un personaje ambiguo y complejo; y la de Daenerys, la hija más pequeña del rey muerto y destronado años atrás por Robert y Ned, la cual buscará recuperar el trono perdido junto a su hermano Viserys. Este multiperspectivismo enriquece la historia narrada al darnos a conocer los puntos de vista de personajes con visiones del mundo variadas e incluso contrapuestas, sin que ninguna de ellas aparezca caricaturizada. El autor se esfuerza por entender las pasiones y anhelos de sus personajes centrales, por muy burdas o ingenuas que resulten. Otra diferencia entre este libro y otros de su género es que la primera parte de Canción de hielo y fuego no escamotea las bajas pasiones de sus personajes: la lujuria, el sexo, la vulgaridad y el incesto desfilan con naturalidad por sus páginas.
A pesar de sus casi 800 páginas en letra pequeña de la edición reciente de Plaza y Janés en México, Juego de tronos
se lee con creciente interés, sin tramos pedregosos. La tensión se va
intensificando gracias a su sólida trama; a ello se suman algunas
incógnitas que azuzan aún más la curiosidad de quien lee (en algunos
pasajes, incluso, Ned Stark hace el papel de detective). Pero el arte
del buen narrar no es el único atributo del libro. También lo son la
complejidad en la caracterización de los personajes principales, que
suelen estar atravesados de claroscuros y que nunca se confunden unos
con otros, y la profundidad de su indagación en el anhelo de poder de
sus creaturas ficticias.
Si bien la magia no abunda en el libro,
como bien han señalado otros comentaristas, sí está presente de forma
discreta y promete una aparición de mayor peso en próximas entregas.
Muchas preguntas quedan pendientes al final de este volumen, no solo
relativas a la guerra por el trono, sino a la amenaza de unas criaturas
aterradoras que se acercan por el norte y al inminente regreso de la
heredera del rey depuesto. Estos enigmas no parecen trampas puestos por
el autor para comprometer a sus lectores a continuar con la serie, sino
el avance natural y necesario de la trama.
Aunque son diversos los conflictos que
aborda la novela (el nacer bastardo en una sociedad en la que serlo es
una gran limitación, el asumir la invalidez en la juventud, el anhelar
un papel que uno no puede cumplir según las normas imperantes, el
descubrir que la vida es menos heroica e ideal que en las canciones, el
aprender a sobrellevar la deformidad y el rechazo), quizá su centro sea
el poder: el anhelarlo, el conseguirlo, el ejercerlo, el perderlo.
Aunque situado en un pasado imaginario, remoto, el libro no es ajeno a
las pasiones humanas actuales, que no difieren, en esencia, de las
antiguas: el hambre de poder sigue moviendo los hilos que terminan por
marcar el rumbo de sociedades enteras. Leer ficción, pues, sirve para
entretenerse, para ganarle la partida a la monotonía, para desafiar la
condena de tener una sola vida y desear muchas, pero también para
descubrir cómo somos, tanto al interior, en diálogo con nosotros mismos,
como en interacción con los otros, semejantes y divergentes, espejos y
deformaciones. Confirmo esta idea leyendo Juego de tronos.
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