Autor: Leopordo Perdomo.
Atenea tenía un aire de virgen avispada y joven. Pero, con su lanza en una mano y su escudo en la otra, parecía también un dulce efebo bien entrenado en las artes de la guerra. Esto levantó en algunos dioses, los más proclives al libertinaje, unos deseos mal controlados de conocer más a fondo a la nueva diosa. Y con esas aviesas intenciones se ofrecieron a Atenea para enseñarle todos los parajes más escondidos y los rincones más bellos del Olimpo.
De este modo, partieron con la diosa en alegre algarabía, saltando y brincando, para simular una juventud chispeante que nunca habían tenido. Habían recorrido ya cosa de quince o veinte estadios, cuando se vieron en medio de un paraje boscoso y cálido. Fue entonces cuando los dioses lascivos comenzaron a dejar que se vieran sus intenciones y se acercaban a la diosa mostrando sus pasiones enhiestas y desatadas. Pero, Atenea, inocente, corría como una cervatilla por entre los árboles. Los dioses lúbricos corrían tras ella y jadeaban, pero no conseguían alcanzarla. Trataron estos de cercarla para obtener cuanto antes el provecho que les llevó tras ella. Y por el ardor creciente de sus hinchadas pasiones se fue impregnando el aire de unos efluvios lascivos muy potentes. Al sentir estas emanaciones, la joven diosa Atenea sintió una opresión en su pecho y no podía respirar pues le faltaba el aire. Ante esta situación, sacó de su zurrón, hecho con piel de cabra, el casco de guerra milagroso que acababa de regalarle Hefestos. Y, al ponerlo sobre su cabeza, la diosa se volvió invisible a la mirada de los dioses libertinos. Estos quedaron como cegados por una luz difusa y así ocurrió que los unos se tropezaban con las pasiones candentes de los otros y se perdieron dando vueltas por el bosque. Trataban de olfatear la presencia de la diosa, pero sus propios y potentes efluvios lascivos, les habían atrofiado el sentido del olfato. Es por eso que no podían percibir los aromas mucho más sutiles que emite una diosa virgen.
De este modo, partieron con la diosa en alegre algarabía, saltando y brincando, para simular una juventud chispeante que nunca habían tenido. Habían recorrido ya cosa de quince o veinte estadios, cuando se vieron en medio de un paraje boscoso y cálido. Fue entonces cuando los dioses lascivos comenzaron a dejar que se vieran sus intenciones y se acercaban a la diosa mostrando sus pasiones enhiestas y desatadas. Pero, Atenea, inocente, corría como una cervatilla por entre los árboles. Los dioses lúbricos corrían tras ella y jadeaban, pero no conseguían alcanzarla. Trataron estos de cercarla para obtener cuanto antes el provecho que les llevó tras ella. Y por el ardor creciente de sus hinchadas pasiones se fue impregnando el aire de unos efluvios lascivos muy potentes. Al sentir estas emanaciones, la joven diosa Atenea sintió una opresión en su pecho y no podía respirar pues le faltaba el aire. Ante esta situación, sacó de su zurrón, hecho con piel de cabra, el casco de guerra milagroso que acababa de regalarle Hefestos. Y, al ponerlo sobre su cabeza, la diosa se volvió invisible a la mirada de los dioses libertinos. Estos quedaron como cegados por una luz difusa y así ocurrió que los unos se tropezaban con las pasiones candentes de los otros y se perdieron dando vueltas por el bosque. Trataban de olfatear la presencia de la diosa, pero sus propios y potentes efluvios lascivos, les habían atrofiado el sentido del olfato. Es por eso que no podían percibir los aromas mucho más sutiles que emite una diosa virgen.
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