martes, septiembre 21, 2010

SOMALY MAM Y EL REGRESO DE PERSEFONE

Somaly Mam / Fugitiva del infierno
“El sacrificio de mi vida no será en vano si con él consigo salvar otras vidas”
Escapó de la esclavitud sexual en Camboya y ahora dedica todas sus fuerzas a rescatar a miles de chicas que viven lo que ella sufrió. Pero su labor va más allá, y trata de que los gobiernos del sudeste asiático se impliquen en la erradicación de la prostitución masiva que caracteriza a la región. Se enfrenta en su lucha contra el machismo de sociedades que hacen de la mujer un objeto de usar y tirar. Su historia, y la de muchas jóvenes atrapadas en la extensa red de la explotación sexual camboyana, se plasman ahora en ‘El silencio de la inocencia’, un espeluznante recorrido por el lado más oscuro del país.

Zigor Aldama

No llegó a conocer a sus padres. Antes de cumplir diez años, la habían vendido a un viejo musulmán borracho. A los doce, la violaron por primera vez. Y a los catorce concertaron su matrimonio con un hombre doce años mayor que ella que la apaleaba y abusaba de ella. Tras la muerte de éste en la guerra con Vietnam, fue revendida a un burdel en el que se convirtió en esclava sexual. Antes de la mayoría de edad había sido torturada, encarcelada y violada decenas de veces. Aun así, consiguió escapar del infierno.

Ahora, Somaly Mam (Bou Sra, Camboya, 1970), frota con fuerza su cuerpo cuando se ducha, y se rocía con cantidades ingentes de perfume. Para mitigar el olor a semen que cree que despedir. “Me siento sucia, degradada y sin redención posible”. Ya han pasado quince años desde que Mam huyó del sórdido mundo de la prostitución en Camboya, y una década desde que fundó la asociación AFESIP (Asociación para las Mujeres en Situación Precaria), con la que ha rescatado a casi 3.500 niñas que vivían una situación similar a la suya. Pero las secuelas psicológicas de una vida plagada de violencia las sentirá toda su vida. A ellas se unen ahora las amenazas de muerte que ha recibido, y que pesan también sobre su familia. La mafia que controla el gigantesco negocio de la venta de sexo en su país de origen, ha puesto precio a la cabeza de Mam. “Vivo con miedo, y es posible que me maten, pero no dejaré de luchar por la vida de esas chicas en las que me veo reflejada todos los días”. Somaly Mam pasa las noches llorando, y no hay día en el que las pesadillas no se ceben en ella.

Mam se siente más segura en la selva camboyana de la que procede, a pesar de conocer de cerca el estilo de vida occidental. Considera que el hecho de pertenecer a una minoría étnica tachada de ‘salvaje’ por la mayoría jémer de su país ha influido en su fuerte carácter. No se anda con chiquitas, consciente de que la justicia en su país no merece tal nombre. “Hace mucho tiempo disparé a un hombre que me había violado. No lo maté, pero quedó inválido. Al menos, pensé, éste ha recibido su merecido”. Ahora, sin embargo, colabora con la policía en la desarticulación de mafias dedicadas a la explotación sexual, y espera que, en el futuro, el sudeste asiático cuente con un sistema judicial similar al europeo, para que, por lo menos “no gane quien más paga al juez”. Su trabajo no es fácil, y reconoce que “hoy en día todo es más violento”.

La vida de Somaly Mam se publica condensada en 217 páginas por las que desfilan todo tipo de vejaciones y horrores, propias y ajenas. Como el caso de una niña de siete años a la que violó un grupo de hombres. “Como ella era demasiado estrecha, cogieron un cuchillo para agrandarle el orificio de la vagina”, recuerda. Mam denunció el caso. “Según los violadores la culpa era de la niña, por llevar la falda muy corta”. El juez había sido comprado y perdieron el caso”.

A pesar de la sordidez de relatos como éste, tampoco falta la esencia de la esperanza que mueve la autora del libro. Mam reconoce que ha escrito ‘El silencio de la inocencia’ (Editorial Destino) por tres poderosas razones: “para demostrar a las víctimas de la prostitución que existe una salida; para que los gobiernos del mundo se impliquen más en la lucha contra la explotación sexual; y para no tener que estar contando mi pasado una y otra vez, algo de lo que no salgo indemne”. Y es que la relación de Mam con los medios de comunicación es de amor y odio. Admite que forman una pieza fundamental para la captación de fondos para sus programas, y que son clave para que el mundo conozca la realidad, pero critica el sensacionalismo. “Algunos periodistas de comportan como buitres, y yo soy la carroña que ellos vienen a devorar para despertar la emoción de los espectadores”.

Somaly Mam es una mujer de belleza elegante. Su rostro transmite serenidad, pero la profundidad de su mirada descubre su pasado. Nos recibe con un suave apretón de manos en un céntrico hotel madrileño. Es una mujer cercana que se expresa con fluidez en jémer, francés e inglés, algo sorprendente teniendo en cuenta las dificultades que tuvo que sortear para acudir a la escuela. El teléfono móvil no deja de sonar. De Camboya llegan noticias preocupantes. “La corrupción echa por tierra mucho de nuestro trabajo. Los proxenetas quedan en libertad, y muchas chicas vuelven a la vida en los burdeles. Son muchas las dificultades a las que nos enfrentamos día a día”.

-         ¿Qué puede llevar a una familia a vender a sus hijas?
-         En Camboya la única ley que se cumple a rajatabla es la de la supervivencia. Todo el mundo lucha por sobrevivir y, en muchas ocasiones, no importan los medios que se utilizan para ello. Además, después de tres décadas de guerra, el país ha adquirido un clima de violencia que se manifiesta en todos los aspectos de la vida cotidiana y han cambiado los valores de la sociedad. En una ocasión  pregunté a una madre por qué había vendido a su hija, y me contestó que, como su marido le daba constantes palizas, había vendido a su hija para castigarlo. Además, la prostitución mueve muchísimo dinero, y hay familias que están dispuestas a vender a sus niñas para sacar tajada. Piense que el mío es un país pobre, y el dinero es el que manda. La llegada de Cascos Azules, desbordantes de testosterona, agudizó el problema y, ahora, además, se considera el país como un paraíso para los pederastas. La falta de educación se suma a todos estos factores.
-         ¿Cómo es la vida de una chica desde que es violada y vendida hasta que abandona la prostitución?
-         Generalmente sigue un patrón común. Tras la violación y la venta al burdel comienza la etapa de adiestramiento, en la que lo importante es destruir la autoestima de la chica para que se sienta culpable y para que piense que sólo es capaz de vender su cuerpo. Ese período de tiempo es el más duro. Se tortura a las chicas, se las obliga a recibir hasta quince clientes al día, y muchas de ellas viven confinadas. Cuando se hacen dóciles las dejan salir. A partir de ese momento, vuelven ellas al burdel por voluntad propia, puesto que se ha destruido la resistencia que podían oponer. Sólo cuando dejan de resultar atractivas, los burdeles prescinden de ellas, y se ven abocadas a otro infierno, el que forma la combinación de las ETS y del estigma. Muchas terminan prostituyéndose en parques, y mueren de forma prematura. Las víctimas de la esclavitud sexual lo son durante toda su vida.
-         Dice que el dinero se ha convertido en el ‘leit motif’ de muchos asiáticos, y que no hay nada que no tenga su precio. ¿Pueden las prostitutas que han progresado económicamente comprar su buen nombre y deshacerse del estigma ligado a la profesión?
-         En muchos casos sí. Nuestra sociedad está enferma y sólo muestra interés en el dinero. Las mujeres violadas y vendidas sufren las habladurías de la gente cuando vuelven a sus lugares de origen, generalmente una vez que han perdido el atractivo que tenían para los proxenetas. Y su vida es un infierno. Unas pocas, sin embargo, hacen dinero y pueden regresar sin ese estigma. Esos raros ejemplos llevan a algunas familias a vender a sus hijas con el propósito de lucrarse no sólo con su venta, sino también con las ganancias que se puedan derivar de la prostitución.
-         Resulta sorprendente que países del sudeste asiático valoren mucho la castidad de las mujeres, sobre todo a la hora del matrimonio, y que, a su vez, haya tantos hombres dispuestos a comprar sexo. ¿Diría que se trata de una contradicción o de hipocresía?
-         Sin duda es una hipocresía basada en la prepotencia del hombre frente a la mujer. Y se entiende sólo porque las mujeres son consideradas mera mercancía, propiedad de los varones. La virginidad tiene una importancia extrema. Cualquier hombre exige que su novia lo sea y quienes pueden, pagan por desvirgar a una chica, porque todavía piensan que eso les dará un poder especial, permitirá que mueran longevos, y hasta aclarará su tono de piel. Por no mencionar la creencia de que así no se contagiarán de sida. De ahí que muchos burdeles cosan en carne viva a las chicas para que parezcan vírgenes, y que el número de violaciones sea extremadamente elevado. Además, las características de la sociedad dificultan la denuncia de estos casos, en los que impera la ley del silencio. Me sucedió a mí y les pasa a miles de chicas. Cuando son violadas se sienten sucias y piensan que la culpa es suya, por lo que optan por callarse. Saben, además, que si hablan serán ellas las castigadas.
-         Muchos hombres se quejan de que sus mujeres no quieren mantener relaciones sexuales con ellos y que por eso acuden a las prostitutas, algo que parece no estar mal visto socialmente.
-         Hay una preocupante falta de educación sexual en Camboya y, en general, en los países de la región. Es un tema tabú y pocos saben realmente qué hacer. En una ocasión, una mujer me preguntó por qué no se quedaba embarazada. Al final, descubrí que todavía era virgen, y que creía que con el simple roce de las piernas era suficiente para concebir. Para quienes practican sexo, suele resultar traumático, sobre todo para las mujeres. El hombre no considera que la mujer tenga que disfrutar, por lo que no resulta difícil comprender que ellas no quieran hacerlo. Muchas mujeres saben perfectamente que sus maridos van con prostitutas, y algunas incluso lo aprueban. Se ven liberadas de esa carga.
-         Usted ha dado conferencias a grupos de hombres camboyanos sobre relaciones sexuales. ¿Cuál es la reacción?
-         En nuestra sociedad no se habla sobre sexo. Aún es más raro que lo haga una mujer frente a grupos de policías y militares como he hecho yo. Pero es necesario. Al principio teníamos miedo porque pensábamos que nos rechazarían, pero, al contrario, recibimos propuestas de todas partes para dar charlas multitudinarias en las que llegamos incluso a mostrar cómo utilizar los preservativos con un plátano. Les explicamos el origen de las enfermedades venéreas y cómo prevenirlas, y la necesidad de utilizar siempre protección. Muchas jóvenes prostitutas sufren continuas enfermedades de transmisión sexual (ETS) porque no pueden exigir el uso del preservativo. Si lo hacen, el cliente se queja y son torturadas. Lo que pretendemos es que los hombres sean conscientes de que ellos también corren riesgos.
-         Su historia está repleta de violencia. No recuerdo cuántas violaciones describe en el libro, pero son muchas. Lo que más sorprende es que habla de ello como algo natural.
-         Yo diría que, ahora mismo, la noche de bodas de casi todos los matrimonios constituye, en realidad, una violación. La mujer no tiene ni idea de lo que supone el sexo, mientras que el marido, que ha acudido a los burdeles, sí. Y es muy común el uso de la fuerza en ese primer contacto y en sucesivos. Las madres les dicen a sus hijas, “la primera noche, quédate callada y no te muevas, y deja que tu marido haga lo que quiera contigo”. Antes me parecía algo normal, pero ahora lo considero una violación. Además, el número de violaciones fuera del matrimonio aumenta cada día, y en especial las que se hacen en grupo. La importancia que se le da a la virginidad hace que sean muchas las niñas violadas. Es algo arraigado en la cultura y se tardará mucho en cambiar esa mentalidad.
-         En occidente se suele culpar al turismo sexual de las dimensiones que cobra el problema de la prostitución y de la esclavitud sexual en Asia. ¿Qué papel cree que juegan los turistas sexuales?
-         El problema reside en nuestra sociedad y en nuestros valores. El turismo sexual existe pero tiene una importancia residual, que los periodistas se encargan de enfatizar para ligar el problema con su público. Eso crea un efecto boomerang porque, aunque los medios de comunicación escriben sobre el tema para denunciarlo, lo que consiguen de rebote es hacer publicidad y dar ideas a los depravados. Tenemos que concentrarnos en luchar contra la demanda, en todos los frentes posibles. Si no hay demanda, no habrá prostitución.
-         ¿Cree que la prostitución debería ser ilegal?
-         No debería ser ilegal si eso conlleva castigar a quienes la ejercen. Tampoco estoy de acuerdo con la legalización porque eso supondría regularizar la violencia contra las mujeres. Yo me considero abolicionista. Hay que luchar contra las mafias que explotan a las chicas y contra los clientes que hacen uso de ellas. Un buen ejemplo es lo que sucede en Alemania y en Holanda, donde se ha legalizado la prostitución. Si nos fijamos, veremos que la gran mayoría de las mujeres que trabajan vendiendo su cuerpo no son ni alemanas ni holandesas, sino americanas, de países del este y asiáticas. Si se les pregunta, la gran mayoría no quiere dedicarse a ello, y lo hacen por otro tipo de razones ligadas, en general, a la necesidad económica y al uso de la violencia. ¿Qué ha traído de positivo la legalización?
-         En los países del sudeste asiático hay leyes que condenan el proxenetismo, sin embargo no parecen obtener ningún resultado. ¿Por qué?
-         Es fácil redactar leyes cuyo contenido agrada a la comunidad internacional y así seguir recibiendo las ayudas de muchos países. Ese dinero pasa por manos sucias que se benefician de él, y nadie cuida que las leyes se lleven a la práctica. Eso es lo que nosotros denunciamos desde AFESIP. Tratamos de que se implementen la normas del código penal, pero la corrupción llega a las esferas más altas y, generalmente, nuestro trabajo no da frutos en ese aspecto. De momento, aunque no consigamos encarcelar a los culpables, nos sentimos muy orgullosos de poder salvar a miles de niñas, a las que no sólo sacamos de los burdeles, también les proporcionamos ayuda psicológica y la formación necesaria para rehacer sus vidas con otras profesiones.
-         Ha pasado más de una década desde que escapó de la esclavitud sexual, y ha seguido trabajando activamente en este campo. ¿Qué ha cambiado en Camboya desde entonces?
-         Si le soy sincera, nada ha cambiado para bien en la práctica, aunque hemos conseguido avances en el aspecto teórico, en el legislativo. Un buen ejemplo es la ley de violencia de género aprobada por nuestro gobierno. Antes, los maridos podían pegar a sus mujeres y la ley estaba de su parte, pero nuestros esfuerzos han conseguido que esta actitud pase a estar penada desde hace un año. Ahora estamos impulsando un debate político para cambiar la Constitución e impedir la poligamia. Lo conseguiremos, pero, como he dicho, el problema real reside en la puesta en práctica de estas normas teóricas. Es un proceso duro y lento que tiene como objetivo final la apreciación del rol de la mujer en la sociedad.Esta es una carrera de obstáculos que no sabemos si vamos a ganar. Sí, estoy cansada. Soy humana y, como todos, tengo un límite de paciencia y de aguante. Muchas veces me siento deprimida, otras me asalta la ira. Vivo amenazada, han llegado incluso a ponerme una pistola en la sien, y eso no es agradable. Pero no por mí, sino por mis hijos y por mis colaboradores.
-         A pesar de ello continúa su cruzada contra la esclavitud sexual.
-         Supongo que es algo que no puedo evitar, aunque haya muchas ocasiones en las que no encuentre sentido a esta lucha. Al final, siempre pienso que el sacrificio de mi vida no será en vano si con él consigo salvar otras vidas y cambiar algo en la región. Ese es el sentido de mi vida. Me he convertido en la madre o la hermana de cientos de chicas que me dan la fuerza para seguir adelante. Además, quiero sobrevivir para que AFESIP pueda continuar su labor, porque me temo que, si desaparezco, la organización se desvanecerá conmigo. Ahora hemos abierto sedes en Tailandia y Laos, y espero que en algún momento se vean los resultados.
-         A pesar de todo, no pierde la esperanza.
-         No, no la pierdo. No porque piense que yo conseguiré cambios significativos, sino porque creo que otras pueden continuar mi labor cuando yo no esté y lograr un cambio sustancial en esta situación.
-         ¿Qué se ha de hacer para lograrlo?
-         En primer lugar hablar, dialogar mucho. Involucrar a la prensa para que difunda valores equitativos que nos permitan modernizar nuestras costumbres y nuestra mentalidad. Es necesario también que la comunidad internacional se involucre, y exija saber dónde ha acabado el dinero que se envía a los gobiernos de países en vías de desarrollo, ayudando con ello a que se alivie la pobreza crónica que sufren. Y, sobre todo, mejorar los niveles de educación, para que aprendan a  liderar una transformación duradera.
-         Después de lo que ha vivido, ¿es capaz de confiar en alguien?
-         Lo intento, pero he sufrido tantas decepciones que ya me resulta imposible. Es mucho el dolor que llevo sobre mis hombros, y me protejo de él desconfiando de la gente.
-         ¿Cómo ha cambiado su forma de pensar el haber vivido en Francia y el estar en este momento entre dos mundos?
-         Eso ha supuesto un choque duro para mí. Ahora me siento de ninguna parte. Mis ideas no son las de una camboyana, de ahí que pueda introducir novedades en nuestra sociedad, pero tampoco son las de una francesa. Hay que tener en cuenta que no soy una jémer (mayoría étnica en Camboya) sino que procedo de las montañas, lo cual todavía hace que mis sentimientos sean más confusos.
-         Critica en ocasiones a quienes donan dinero y se desentienden. ¿Cree que los occidentales hacemos donaciones para sentirnos mejor con nosotros mismos y prestar menos interés por la solución de los problemas?
-         En general, sí. Me sorprende que muchos donantes se nieguen a visitar nuestros proyectos, aunque tengan tiempo para ello. Suelen decirme, “ya te damos dinero, ¿qué más quieres?”. Para mí, es tan importante involucrarse económicamente como emocionalmente. De hecho, esto último es vital para las chicas a las que rescatamos. Necesitan ver que la gente está con ellas y que reciben su cariño. En el caso de  las organizaciones y empresas que nos ayudan económicamente, lo que realmente hacen es utilizarme para ganarse un buen nombre, no es altruismo. Ligan mi figura con sus siglas y, en el fondo, lo hacen por una estrategia empresarial, para explotar la sensibilidad del ciudadano de a pie. Eso me duele. En ocasiones, organizaciones de cuya honestidad dudamos nos ofrecen donativos. Si no estamos seguros de que se trata de dinero limpio, no los aceptamos.

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