miércoles, julio 12, 2017

BRUCE SPRINGSTEEN 2017

Unas semanas antes de Acción de Gracias, un soleado día de finales de otoño resplandece sobre el centro de Jersey. La temperatura de quince grados me anima a entrar en el garaje para poner en marcha mi moto y aprovechar los últimos coletazos de buen tiempo para dar una vuelta. Me dirijo al sur hacia Manasquan Inlet. Una gran tormenta ha azotado durante dos días la costa oriental, arrastrando las aguas del océano hasta las dunas herbosas del borde del paseo marítimo y llevándose consigo una porción significativa de mi antigua playa de vuelta al mar todavía revuelto y encrespado. El embarcadero por el que, en las oscuras noches de finales  del verano, mi hermana y yo caminábamos cautelosamente de puntillas está cubierto ahora por unos diez centímetros de arena mojada sobre negras rocas, lo que convierte en una pequeña aventura avanzar con botas de motorista por su irregular superficie.
Aquí, en noviembre, el sol se pone por el lado sudoeste –Point Pleasant– de la ensenada, desenvainando y esgrimiendo una espada resplandeciente hacia el norte, a través de las grisáceas aguas de la ensenada, hasta llegar a la parte de Manasquan. Aquí me encuentro ahora, sentado en el embarcadero, justo en la punta de dicha espada. Mientras las olas lamen las rocas bajo los tacones de mis botas, esa espada se quiebra en esquirlas de luz dorada bajo las aguas, fragmentándose en pequeños soles, microcosmos de la fuente divina que da vida a nuestro planeta.
Aquí me encuentro entre amigos conocidos y desconocidos, me siento acogido. Somos todos partes del mismo paisaje. Una bienintencionada jauría de niños en edad escolar, viejos con sus detectores de metales, perros, surfistas, pescadores, gentes de Freehold que tienen en Manasquan su salida al mar, los chicos tras los mostradores del Carlson’s Corner, los incontables extraños que se quedan en sus coches, en fila de cara a la ensenada. Al otro lado de alguna de esas ventanillas podría estar sentado el alegre y desconcertado fantasma de mi viejo, soñando con otra vida en otro lugar, cualquier lugar, muy lejos de toda la bondad que nos deparó y de sus hermosos tesoros.
 Ahora este es mi sitio, otra pequeña herencia agridulce. Mientras el sol se oculta entre una masa de nubes de color gris azulado, enciendo el motor de mi moto, me pongo y me sujeto el casco, me protejo el rostro con mi bufanda, me despido con gesto teatral y salgo del pequeño pueblo de Manasquan para incorporarme al tráfico de las cinco de la tarde en la Ruta 34. El sol ya se ha puesto y llega la fría noche. En un semáforo, me subo la cremallera de mi chaqueta de cuero hasta el cuello, noto el tacón de la bota sobre el caliente tubo de escape con envoltura aislante de mi V-twin, que deja un rastro de goma quemada y despide una vaharada de humo azulado que asciende en espiral hacia el fresco aire otoñal.
El semáforo cambia a verde y la carretera crepita y retumba bajo mis pies mientras voy sorteando los puntos de la autopista donde el alquitrán se ha expandido con el calor del verano y luego, al enfriarse, ha dejado crestas irregulares, una serie de pequeños baches allí donde las placas de asfalto se encuentran. Retumbo, retumbo, retumbo… pop… retumbo, retumbo, retumbo… pop. Con cada «pop» salto sobre mi asiento, y de repente me remonto a los tiempos en que daba vueltas y más vueltas por el camino de pizarra azulada que rodeaba el convento de Santa Rosa, esperando, anhelando escuchar una vez más la voz de mi abuela llamándome al anochecer.
Escucho… pero esta noche el pasado se desvanece y solo existe la voz del presente hecha de chispas y pistones de combustión… fría y dulce mecánica. Avanzo entre el torrente de luces de la gente que vuelve de sus trabajos y cuyos coches pasan a escasos centímetros de mi manillar izquierdo. Me dirijo hacia el norte por la autopista hasta que el tráfico disminuye, y ya solo mi faro delantero ilumina la carretera y las rayas blancas… rayas blancas… rayas blancas… Mi alto manillar «cuelgamonos» hace que mis brazos se extiendan hacia fuera y se eleven a la altura de los hombros, exponiéndome más libremente a la fuerza del viento y su brutal abrazo, mientras mis manos enguantadas redoblan su agarre bajo el nuevo firmamento nocturno. El cosmos empieza entonces a centellear vivazmente en el crepúsculo sobre mí. Sin carenado, un vendaval de cien kilómetros por hora me golpea firmemente en el pecho, presionándome contra el respaldo de mi asiento, amenazando sutilmente con arrancarme de estos trescientos kilos de acero rodante, recordándome que los próximos instantes de mi vida no están garantizados… y también lo buenas que son las cosas, este día, esta vida, la suerte que he tenido, lo afortunado que soy.
Enfilo la salida de la autopista y me adentro por una oscura carretera secundaria. Enciendo las luces largas y escruto los llanos campos de las granjas por si aparece algún ciervo. Todo está despejado, y piso con fuerza el acelerador, me apresuro a volver a los cálidos brazos del hogar.


Springsteen, Bruce (2016-09-27). Born to Run (edición en lengua española): Memorias (Spanish Edition) . Penguin Random House Grupo Editorial España. Kindle Edition.

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